La aventura empezó el pasado 20 de marzo. Ese día, David de Rothschild, uno de los herederos del legendario imperio banquero britanico, y su quinteto naviero zarparon desde San Francisco con la meta de arribar a Sydney, Australia, a fines de junio. Sin embargo, más que cubrir una distancia, el objetivo central de la expedición es llamar la atención sobre la grave contaminación causada por el plástico en los océanos, y demostrar que lo que se considera desperdicio puede transformarse en un recurso útil.
En el 2006, de Rothschild leyó un informe del Programa de Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) que destacaba la grave contaminación causada por el plástico en los océanos. El documento hacia referencia al Vórtice Subtropical del Norte del Pacífico, un conjunto de corrientes
espirales de lento movimiento que albergan al Gran Parche de Basura del Este, una especie de Leviatán de casi 1.300.000 kilómetros cuadrados ubicado entre Hawai y California, que en su remolino perpetuo congrega y lentamente tritura basura en pedazos cada vez más pequeños que luego entran en la cadena alimenticia devorados por el zooplancton, los peces y otros animales.Las estadísticas varían, pero a grandes rasgos apuntan a que entre el 60 y 80 por ciento de la contaminación marina está compuesta por materiales plásticos. Estos, por lo general, no son biodegradables y una vez que desembocan en el océano por medio de corrientes, vientos o como parte de los desperdicios de cruceros y otras embarcaciones, comienzan a fotodegradarse pero nunca se desintegran por completo. Se han documentado muchos casos de tortugas que se asfixian con las tapas de las botellas, ballenas que confunden bolsas con calamares, y aves que ingieren pequeños perdigones plásticos pensando que son huevos de peces. Más de la mitad de los desperdicios plásticos, asimismo, se hunden ocasionando daños en el suelo y el hábitat marino.
Al abocarse a este proyecto para advertir sobre los nocivos efectos de la contaminación en los océanos, de Rothschild optó por no demonizar al plástico como material, sino más bien potenciar sus distintos usos. El Plastiki es producto de un proceso de tres años de consulta y experimentación con arquitectos, expertos en diseño sostenible e ingenieros en ciencias materiales. El reto fue crear una embarcación autosuficiente que funcionara con energía renovable y respetara los principios de ecoefectividad esbozados por el enfoque de la cuna a la cuna, un paradigma de diseño que alienta procesos de fabricación y uso de materiales que no tengan ciclos de vida finitos.
Dado que la fibra de vidrio no es reciclable, se descartó inmediatamente como material de construcción. Como alternativa se probó con un producto plástico basado en el tereftalato de polietileno (PET por sus siglas en inglés), que en su modalidad autoreforzada (srPET), sí era reciclable y podía ser lo suficientemente resistente para formar el esqueleto de la embarcación. El producto era tan nuevo que no se tenía muy claro cómo utilizarlo. Dispuesto a descifrarlo, el equipo empleó un horno casero, y como quien se pone a cocinar entre amigos, inventó una técnica a base de presión y calor que les permitió fusionar una tela a base de srPET con PET tradicional y crear vigas sólidas y resistentes capaces de soportar la furia del Pacífico. De postre emulsionaron nuez de castaña y caña de azúcar en una poderosa goma orgánica que sirvió de pegamento secundario.
De Rothschild apostó por transformar la botella de agua, símbolo omnipresente del consumo descartable, en la materia prima del Plastiki (según estadísticas del PNUMA, de los 200 billones de litros de agua embotellada anualmente, 4 de cada 5 envases concluye su ciclo de vida en rellenos sanitarios). Buscando ejemplos en la naturaleza, el modelo que se adoptó para el catamarán ecológico se inspiró en la granada, una fruta cuyas acuosas semillas comprimidas forman una armazón sólida. De igual manera también sacó algo del sistema japonés para empaquetar huevos que, por su estructura geométrica, potencia la fuerza inherente vertical de este alimento transformando algo muy frágil en resistente.
La técnica sirvió para modelar los cascos del Plastiki, pero las botellas probaron no ser ni fuertes ni homogéneas. ¿El ingrediente secreto? Un par de cucharaditas de polvo de hielo seco. El resto fue química pura: el dióxido de carbono se transformó en gas y se expandió, presurizando las botellas en cilindros robustos y uniformes que aportaron a la embarcación el 68% de su flotabilidad.
El Plastiki solo puede navegar en dirección del viento y avanza aproximadamente a cinco nudos de velocidad. Turbinas de viento, paneles solares dirigibles y fijos, y dos bicicletas generan la electricidad que permite operar los sistemas básicos de navegación y comunicación. Hewlett Packard ha abastecido al Plastiki con sistemas GPS, dispositivos de comunicación satelital, cuadros electrónicos de navegación, computadoras y teléfonos inteligentes que le permiten a la tripulación subir imágenes y videos y comunicarse por medio de su blog, por Twitter y Facebook (ver www.theplastiki.com ).
El equipo cuenta con 4 litros diarios de agua por persona y se alimenta de productos envasados o deshidratados y de la pesca. Del mástil también cuelga un jardín hidropónico donde se cultivan hojas como espinaca y col. Un domo geodésico removible para uso en tierra firme sirve como cabina, y a su vez, incorpora un mecanismo de captura y almacenaje de lluvia.
Al Plastiki todavía le quedan todavía unas cuantas semanas de viaje en alta mar y diversos retos por encarar. Hasta ahora las cruces blancas que como buenos marineros De Rothschild y Royle se pintaron en las suelas de sus zapatillas para ahuyentar a los tiburones parecen haber funcionado y ya han logrado desembarcar con éxito en los primeros puertos contemplados en su ruta (ver mapa). Como embarcación la huella ecológica del Plastiki –es decir, su impacto ambiental– ha sido prácticamente inexistente. Como inspiración y motor de cambio, sin embargo, la huella que ha estampado en las aguas del Pacífico es ya indeleble.
*Un recorrido lleno de significados *
La ruta que sigue el Plastiki no es arbitraria. Ha partido de San Francisco, ciudad que es indiscutible símbolo del cuidado del medio ambiente. Entre otras iniciativas, hoy imitadas en muchas partes del mundo, en marzo del 2007 se convirtió en la primera ciudad de Estados Unidos en prohibir las bolsas plásticas para compras. Allá, todos los grandes supermercados están obligados, por ley, a usar bolsas reciclables o biodegradables, igual que las grandes farmacias. El viaje incluyó una parada en la zona denominada el Gran Parche de Basura del Este o el Séptimo Continente, una mancha de basura plástica de 700 mil kilómetros, donde no queda rastro de plancton. Luego pasará por las islas Tuvalu, que sufren casi como ningún otro país del mundo los efectos del cambio climático: por el aumento del nivel de las aguas del Pacífico, simplemente, pueden desaparecer del mapa en los próximos 50 años. El destino final será Sydney, donde este año 2 millones de personas participaron del apagón mundial por el planeta. Actualmente, esta ciudad australiana trabaja para reducir en un 20% sus emisiones de gas y puede presumir de tener varios cientos de hectáreas dedicadas a parques y jardines públicos.
La ruta que sigue el Plastiki no es arbitraria. Ha partido de San Francisco, ciudad que es indiscutible símbolo del cuidado del medio ambiente. Entre otras iniciativas, hoy imitadas en muchas partes del mundo, en marzo del 2007 se convirtió en la primera ciudad de Estados Unidos en prohibir las bolsas plásticas para compras. Allá, todos los grandes supermercados están obligados, por ley, a usar bolsas reciclables o biodegradables, igual que las grandes farmacias. El viaje incluyó una parada en la zona denominada el Gran Parche de Basura del Este o el Séptimo Continente, una mancha de basura plástica de 700 mil kilómetros, donde no queda rastro de plancton. Luego pasará por las islas Tuvalu, que sufren casi como ningún otro país del mundo los efectos del cambio climático: por el aumento del nivel de las aguas del Pacífico, simplemente, pueden desaparecer del mapa en los próximos 50 años. El destino final será Sydney, donde este año 2 millones de personas participaron del apagón mundial por el planeta. Actualmente, esta ciudad australiana trabaja para reducir en un 20% sus emisiones de gas y puede presumir de tener varios cientos de hectáreas dedicadas a parques y jardines públicos.
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